Reseña - QUO Agosto 2010 (página 127)

Antidiscurso leído en la presentación

- Presentación oficial en Les Punxes -
Siempre me han reventado los discursos y ahora me toca a mí claudicar ante uno.
Los múltiples agradecimientos, las eternas palabras de conmemoración, las odas y loas a los presentes, todo ese rintintín que a uno poco y nada le importa entre copa y copa. Tan sólo se quiere que se calle el que habla. ¿Para qué habla si no dice nada? Los discursos los tragamos respetuosamente y finalmente aplaudimos. Como nos tragamos las multas, como nos tragamos las leyes, como nos tragamos la realidad que nos venden. Sí, señores, la realidad nos la venden fotoshopeada, a gusto del productor. Hoy toca la gripe porcina, como tocó ayer la inseguridad, como tocan siempre las pelotas los inmigrantes, los subsaharianos, el paro, la crisis, bla bla bla. La prensa tiene que vender. Sino vende, se vende junto a una olla, un bolso, un set de sartenes, un kit de maquillaje, un dvd o un libro. Da igual. Da igual con tal de vender. Vender a toda costa, no importa que siempre que abra un periódico encuentre faltas de ortografía, erratas o los mismos titulares en periódicos aparentemente opuestos. Siendo los medios de comunicación un instrumento de venta masivo, ¿qué puede decir un escritor desconocido, carente de publicidad, carente de una corporación que lo financie, carente de un periódico, revista, programa de tv o radio que lo avale?
Puedo decirlo todo.
Porque no le debo nada a nadie.
Ni favores al pepé ni al psoe ni a ninguna cuchufleta política, corona, cruz o sponsor.
Soy libre de decir lo que me dé la gana. Soy libre de elegir a mis amigos, libre de decir lo que pienso, libre de escribir cuanto me plazca. ¡Qué precio tan caro la bandera de la libertad! Precio que muchos venden por un mejor piso, un mejor coche, mejores trapitos con los que cubrirse y alardear de escribir en un medio en el cual son censurados, mutilados, castrados desde que aceptan ese pacto de callar, no, peor aún, ese pacto de editar la realidad. Editarla con un fin predeterminado. Editarla para que la gente lea libros en los cuales no tengan que pensar. Editarla para olvidar. Para matar el tiempo. Editarla para meter miedo, angustia, temor a la calle, a lo extraño, a lo desconocido, y suplir esa abyección mental cotidiana con el consumo infinito de chucherías que rellenan la vida de quienes necesitan ver un programa todos los días para sentirse vivos, comer alguna porquería congelada, -porque nadie tiene tiempo para cocinar-, y luego hablar del programa meningítico en el cual una zorra cualquiera, por cara de putona, labios operados, siliconas y un buen ojete, se ha hecho estrella. La carrera de la prostitución pública o el arte de cómo triunfar en el mundo del entretenimiento. La misma palabra te da la clave. Entre-tener, algo que parece que se tiene. Entre tener una vida y no tenerla. Entre tener tiempo o consumirlo. Entre leer un libro o un libro digital.
¡Un libro digital! ¡Un nuevo enemigo acecha!
Un enemigo poderoso que se avecina destructor de una cultura de 6 siglos.
¡No! -chillan los que lo han comprado y ahondan en su defensa:- ¡Se trata de algo súmamente práctico, ecológico, y que redundará en beneficio de la cultura!
Pequeñas editoriales cerrarán, las pocas librerías que quedan se terminarán de extinguir, y el mundo digital se enseñoreará de un único molde para leer, para leer en un artefacto que se te va a borrar, se te va a romper, le va a entrar un virus, necesita energía eléctrica, depende de internet, depende de un software, un sistema binario que mañana será caduco, y pasado mañana obsoleto. La cultura digital es la cultura del olvido. Todo lo digital está condenado irrefutablemente al olvido. ¿Recuerdan al vhs? ¿O el cassette? Sí, todavía se puede escuchar si uno conserva la máquina en buen estado, pero sin la máquina, el software no sirve, y las máquinas se rompen -y hoy más rápido que nunca-. ¿Recuerdan el diskette floppy disk 5 ¼? Ese cuadrado negro, con un circulito en el medio, que tenía 1 mega y medio de almacenamiento. Un mega y medio, parece una broma. Algunos ni lo recuerdan, otros ni lo conocen. Pertenece a la era del olvido.
En cambio un libro... Un libro está vivo. Un libro es un Ser. Un libro sobrevive a su dueño. Un libro cambia de manos. Un libro tiene un olor particular. Un libro tiene una grafía, un contacto con tus manos. Un libro es infalible. Necesita únicamente Sol para existir, como todos nosotros. Un libro es un parto que se gesta durante años. Un libro es hacer reír, hacer llorar, enojar al lector, volverlo mi cómplice, mi aliado, mi enemigo acérrimo, mi amigo, mi amante, mi credo.
En los libros está la verdad, la verdad de alguien, de alguien que la comparte contigo, de alguien que abre su corazón, muestra sus llagas, sus anhelos, su bilis y su lucha.
Si escribir todos los días ya es una lucha, ¡qué será editar! Editar compitiendo con subvenciones estatales para monstruos con tentáculos en miles de librerías, con ejércitos de oficinistas detrás, encargándose de que la última bazofia de moda llegue a las manos de miles lectores, quieran o no.
-¡Por tamaños y colores!
Así me dijo un viejo distribuidor de libros que se venden los libros. Miró el mío y me dijo:
-Flaco... flaco... magro... pálido... poco color... esto no vende.
Pero se vende. Uno hace que se venda. Uno llega a la gente. Uno se ha de exponer y poner el cuerpo en la calle y hablar con la gente. Uno ha de hablar y mostrar su arte. Uno no se puede quedar cruzado de brazos delirando discursos quejicas, creyendo que la realidad editada es la única, olvidando que la realidad la hace uno, la realidad se modifica constantemente, la realidad la hacemos todos, la hacemos con lo que somos, lo que comemos, lo que consumimos, lo que decimos, la realidad es lo que leemos.

Alexander Katzowicz, Barcelona, 2010